Blog Turismo Serón

Blog Turismo Serón

Espacio natural, sabor propio

Relatos

All of the posts under the "Relatos" category.

RECUERDOS DE UN MINERO

MINERO

Don Antonio Pelegrín Llerena, uno de nuestros mineros que nació, vivió y trabajó en Menas hasta el cierre de las minas, nos aporta sus recuerdos de toda una vida.

Para entrevistar al Sr. Pelegrín, tuvimos que desplazarnos hasta la localidad de Sant Fruitós del Bages, en la provincia de Barcelona, donde nos recibió con emoción, por aportarnos parte de sus vivencias en su querido pueblo, y con un excelente sentido del humor que a sus casi 85 años todavía conserva.

Don Antonio Pelegrín Llerena nació en Las Menas, Serón (Almería), el 29 de Marzo de 1.929, y allí transcurrió su infancia, como él dice “llena de penalidades por la guerra y la postguerra, fueron unos años tremendamente dificiles”.

Yo soy el menor de ocho hermanos. Nuestra vida fue modesta dentro del seno familiar. En aquellos tiempos la situación era muy mala, abundaba la pobreza y carecíamos de muchas cosas que eran necesarias; pero poco a poco las fuimos adquiriendo.

¿Vivió Vd. siempre en Menas?

No, en 1942, cuando yo tenía 13 años, nos fuimos a vivir a Gabia La Grande, en la provincia de Granada, y con esa edad empecé a trabajar. Hacía de pinche en un pequeño taller que tenía la mina de Montevive. En aquel taller nos dedicábamos a reparar las herramientas y los vehículos de la empresa.

Entonces yo cobraba 3 pesetas al día, y los obreros cobraban 6 ó 7, trabajando de lunes a sábado, pues sólo se descansaba los domingos.

¿Cuándo volvió Vd. a Menas?

En Marzo de 1.945, porque en esa fecha se acabó el contrato que tenían ambas empresas. A finales de 1.944 se había fundado el Montepío y la actual Seguridad Social.

¿ Y ya en Menas, Vd. volvió a trabajar?

Sí, yo empecé a trabajar en la empresa “Cabarga San Miguel” el 12 de Marzo de 1.945. En aquel tiempo, la empresa estaba bastante destrozada, por lo que había que trabajar en el cable, en el taller, en las obras… En definitiva, que había que hacer de todo para sacarla adelante.

Después, la situación fue cambiando a mejor, y ya pasamos a talleres hasta marzo de 1.951, porque me tuve que ir al servicio militar. Al volver, en 1.953, me destinaron a la mina en una locomotora, y en este puesto estuve cuatro años, antes de volver de nuevo al taller. En los últimos diez años de la empresa trabajé como electricista, tanto en las instalaciones rígidas, como en las domésticas.

En los años 64/65, la empresa daba ya síntomas de poca garantía, y poco a poco fueron aflorando los malos resultados.

¿Qué cree Vd. que originó el cierre de la compañía?

Las mayores exigencias laborales, la subida del transporte, la cada vez mayor dificultad en el trabajo y algún que otro despilfarro; todo sea dicho.

El final de la empresa llegó el día 8 de Mayo de 1.968. Ese fue el “día fatídico”.

¿Su padre y hermanos trabajaron también en Menas?

Sí, mi padre se jubiló en 1.953, a la edad de 70 años para poder cobrar el Montepío, hoy Seguridad Social.

Y, ¿recuerda Vd. alguna anécdota de su padre en aquel tiempo?

Pues, si me pongo a pensar recordaré algunas, pero te puedo recitar una poesía que escribió mi padre en 1.939, en fechas de Carnaval:

Ya ha llegado el Carnaval

con su morado papel

que van a representar

los chicos de San Miguel.

Estos chicos que aquí llegan

en su plena juventud,

lo que piden para ustedes

que gocen buena salud.

Ya dicho nuestro deseo

si a ustedes les fuese grato,

podríamos con nuestras chanzas

divertirnos un buen rato.

Nuestro propósito es

hacerles mucho reír,

a cambio de lo que den

antes de marchar de aquí.

Tenemos un director

por cierto, digno de ver

aunque su cuerpo parece

un deformado “tonel”.

A todo el mundo sorprende

con su cabeza de hormiga,

parece que su saber

lo contiene en la barriga.

Todos nos reímos de este director

porque su barriga parece un tambor,

que dentro le cabe un amasador,

una envolvedora y un horno motor.

Pero cumpliendo el mandato

del buen director

sale a sus funciones

el recaudador.

¡Aún se acuerda Vd. de la poesía de su padre, después de tantos años!

Sí, entonces me la aprendí y no se me ha olvidado. Yo, gracias a Dios, aún tengo muy buena memoria.

¿Ha heredado Vd. ese gusto por la poesía?

Hombre sí, me gusta hacer poesías, de hecho tengo algunas recopiladas en un libro muy particular y, si no fuera porque ocuparía mucho espacio, te podría recitar alguna.

Bueno, pues ya que estamos de poesía, aprovechemos el momento y, como en la anterior, Vd. la recita y yo la escribo.

Esta la compuse para dedicarla a mi familia, el día de nuestro 50 aniversario:

Fue un pequeño jardín, improvisado

fue el vergel más bonito, jamás soñado.

Fueron cuatro rosales de Alejandría

que cedieron sus flores en éste día.

Fueron cuatro azucenas de blanco brillo

rebosando alegría en el jardinillo.

Era una hermosa alfombra de margaritas

frente a estas dos macetas algo marchitas.

Fue Juan y Mari Trini, Lorena y Sheyla

fueron Antonio y Reme, Marta y Noelia

fueron María y Remedios, Emilio y Marita

fue el Angel y la Lola, Luis y Julica.

Estas dieciséis personas tenían promesa

de absoluto silencio y dar la sorpresa.

Nunca en la vida tuvimos una emoción

como la que sentimos en esta ocasión.

Gracias hijos del alma, gracias parientes

los que estáis con nosotros y los ausentes.

Debo decir que se le da muy bien. A mí me ha gustado mucho. Sigamos con su historia. Hablando de familia, ¿cuándo se casó Vd.?

Pues, cuando mi padre se jubiló, los dos se fueron a vivir a una pequeña casa en Serón, yo me quedé solo y, entonces tenía pocos “haberes”, lo que dificultaba la vida, por lo que había que tomar alguna decisión.

¿Y qué pasó?

Pues que mis relaciones amorosas con Pilar Guardia ya eran bastante satisfactorias, y por eso decidimos casarnos. Hemos tenido la suerte de ser felices toda la vida, hasta ahora que, por enfermedad, tenemos que estar separados.

¿ Y, entonces tuvieron dos hijas?

El orgullo de la familia son nuestras dos hijas: Mª Trinidad y Remedios, de las que tenemos cuatro nietas: Lorena, Noelia, Sheyla y Marta. Son todas una delicia.

Bueno, Sr. Pelegrín, ¿de donde le viene a Vd. esa  afición artesana?

Verás, desde pequeño yo construía mis propios juguetes, y los demás chiquillos iban siempre detrás de mi para que les hiciera algunos a ellos.

¿Tuvo Vd. estudios?

Se puede decir que no, pues sólo fui tres meses al colegio, porque los maestros se los llevaron a la guerra. Todo lo que aprendí fue por mi mismo.

Pero Vd. ha construido miniaturas de forma artesanal: arados de hierro, arados de madera, columnas del cable, la Ermita de Santa Bárbara, etc.

Sí, he hecho muchas cosas, porque siempre tuve afición a las miniaturas, pero también he hecho cosas de tamaño normal, como por ejemplo las lámparas que hay en la Ermita de Santa Bárbara, allí en Menas.

¿Cómo es que las hizo Vd.?

Pues, porque fui a Menas cuando habían reparado la Ermita y, vi que faltaba una lámpara, y les dije que yo me encargaría de hacerla, cuando la tuve hecha la vio José Mª Iglesias, y me dijeron que tenía que hacer otra compañera, entonces hice la otra, y son las dos que están en la Ermita. Las puse en nombre de todos los mineros, así lo expliqué en la misa.

También hizo Vd. una maqueta del poblado de Menas, ¿Cómo es que decidió hacer esa maqueta?

Me dio mucha pena ver que todo iba desapareciendo, por eso hice la maqueta, para plasmar el  recuerdo del pasado, para que no desapareciera del todo, para que los que lo vivimos pudiéramos recordarlo más fácilmente, y para que quedara constancia para las generaciones venideras.

¿Qué piensa hacer con su obra? Yo opino que sería ideal que la pudieran contemplar las personas de Serón.

Ahora posiblemente haremos un acto de presentación allí, en Serón, quizás para las fiestas de Agosto, si Dios quiere. Y después…..Dios dirá.

¿Volvería a vivir a Serón?

¡Ya lo creo! y sobre todo en Menas…..Pero eso es ya imposible.

¿Mantiene Vd. contacto aún con gente de Serón y de Menas?

Sí, mantengo contacto con algunas personas: con el hijo de Don Renato, con Emilico, con “Los chuminos”, Damián, Rosa, y otros de la Asociación “Santa Bárbara”.

Hablando de Santa Bárbara, ¿Qué es para Vd. Santa Bárbara?

Santa Bárbara es sobre todo emoción, yo me emociono cuando tengo que hablar de Mi Patrona. La antigua imagen la rompieron cuando la guerra. Cuando llegó la nueva, a pesar de que los jefes de las compañías mineras no eran católicos, dieron a todo el personal medio día de permiso para ir a La Estación a por ella. Bajamos solamente once, y cuando llegamos a Cabarga nos encontramos con Paco Carmona y con “El zaragachas”, estos nos pidieron llevarla un ratico, y les dijimos que, ya que la traíamos desde La Estación, nos hacía ilusión entrarla nosotros a la Ermita. La respuesta que nos dieron no la puedo reproducir por irrespetuosa, ya que nos dijeron que nos la metieramos ……”allí”.

Así es que, en 1.968 se cerraron las minas,  y….

Y todos tuvimos que emigrar. Desde entonces, mi familia y yo hemos sido unos catalanes más; pero siempre hemos tenido a nuestra tierra en el pensamiento y hemos bajado a Serón siempre que nos ha sido posible.

¡A pesar de las penurias que pasaron!

Sí, porque de eso no tiene nadie la culpa, nosotros lo pasamos bastante mal, y otros lo pasaron peor, porque eran unas circunstancias malas, ya que no había ropas adecuadas como hoy día, y, a veces, teníamos que soportar temperaturas de hasta menos 20 grados. Pero Menas es nuestra tierra porque allí nacimos y allí nos criamos, fuimos felices a pesar de todo, y siempre estará en nuestros corazones.

Antes me hablaba Vd. de José Mª Iglesias, ¿Puede decirme algo de él y de otros personajes de Menas?

Los personajes que más puedo destacar, además de los jefes de las compañías, son Don Alejo y José María Iglesias.

Con Don Alejo trabajé por las tardes durante varios años, y tenía con él una relación que podemos catalogar como “familiar”. Yo le hice una hornacina, y el Sagrario, que se lo hice de plata y oro fundidos.

A José Mª lo conocí de pequeño, y cuando ya fui mayorcillo, él siempre estaba conmigo aprendiendo a hacer cosas manuales.

Cuando quiso hacer el Monumento a los Mineros me pidió consejo, para concretar como hacerlo, y quería que fuera yo a su taller para desarrollarlo: quería hacer dos columnas con un vagón abajo. Después cambió de opinión y tuvimos que pensar de nuevo en otra cosa, hasta que llegamos a la conclusión de hacer el monumento que hay actualmente, porque en ese monumento están recogidos todos los nombres de los mineros que trabajaron en Menas.

Bueno, antes de concluir, hábleme Vd. un poquito de cómo era la vida social en Menas.                                                    

A pesar de todo, era una vida bastante alegre, los domingos hacíamos música, había futbol muchas veces, y era un ambiente muy sano. Yo tocaba acordeón, laud y bandurria, y casi todos sabían tocar un instrumento u otro. Todo estaba bien cuando no había accidentes; pero, eso sí, cuando había un accidente era una gran tragedia, todo se paralizaba, todo el mundo corría por si podía ayudar en algo, había muy buen compañerismo. Después venía la tristeza .. murió mucha gente: esa era la parte negativa de Menas.

¿Como se encuentra Vd. actualmente? Porque ya no es un chaval.

Me encuentro… digamos que regular: los años se notan, y tengo que soportar una sonda de forma permanente, porque no me puedo operar de la próstata, pero por lo demás, “vamos tirando”.

¿Quiere Vd. añadir alguna cosa más?

Sí, que estoy feliz y satisfecho de estar aquí, en Cataluña: la tierra que me dio vida, y donde poner de nuevo nuestras raíces; pero con la añoranza siempre por Serón, por mi tierra, y con el deseo de volver a pisarla.

Sr. Pelegrín, muchas gracias por habernos atendido, y por aportarnos toda esa parte de su historia que, también es parte de la historia de la gente de Serón.

MUCHAS GRACIAS y hasta siempre.

 

 LUIS HERRERO YÉLAMOS

Asociación Cultural “Serón Vive”

ABRIL 2014

 

LA PRINZESSIN DE HEIDELBERG

Hay una niña de 5 años que vive en Serón, un pueblito de Almería. Es muy valiente, no teme a los murciélagos, ni a los cocodrilos…, ni siquiera a las mambas africanas. Se llama Victoria.

A ella, a los niños de su colegio y a todos los niños que conozco, les dedico este cuento de una princesita y de una bruja perversa que vivían en Heidelberg…

Hace muchos, muchos años, en una noche oscura como boca de mamba, se abatió una enorme tormenta sobre un pueblito blanco de los montes de Almería. En una de las torres del castillo dormía plácida en su cuna de oro la princesita Victoria, hija del gran rey Guzmán de Serón. El viento ululaba entre las almenas zarandeando ventanas y puertas, desgajando y destrozando las hojas de las altas palmeras del jardín real. Perros y gatos se guarecieron en escondrijos, los pajarillos buscaron refugio en huecos de los árboles, los búhos en los recodos de los muros, los vigilantes de la fortaleza se refugiaron en sus garitas al amor de las hogueras. Hacía un frío terrible, empezó a nevar.

De pronto apareció en la negrura la silueta de un hombre gigantesco con una escalera y un saco al hombro. La apoyó en la torre y la escaló con mucho sigilo. Cuando llegó arriba, rompió la ventana del aposento de la niña justo en el instante en que un rayo cruzó el firmamento iluminando el castillo, pero nadie lo vio, no quedaba un alma en las callejuelas empinadas y serpenteantes del pueblo, todos sus habitantes dormían.

El hombre se acercó despacito a la cuna de Victoria, la amordazó con un paño mugriento, y envuelta en mantas, la metió en su zurrón. Al cabo de un mes, Victoria dormía plácida en su nueva alcoba, en el lejano castillo de Heidelberg, bajo la tutela de la malvada reina Perversa.

Había llegado a Heidelberg después de muchos días de terrible viaje en carreta, en brazos de la buena mujer que acompañaba al hombre que la raptó. Se llamaba Inés y fue su ama de cría por orden de Perversa.

Victoria creció en el inmenso castillo alemán sin el cariño de la reina. No salía del jardín y de sus aposentos a no ser que la malvada le diera su permiso, y siempre debía ir escoltada por soldados. Así que apenas conocía los alrededores. Muy pocas veces bajó al pueblo en días de mercado, solo cuando necesitaba lanas y sedas para sus telares. La niña se aburría en el castillo, no tenía amigos con los que jugar.

Poca cosa sabía de su vida de bebé, Perversa le contó que era huérfana de una pariente pobre de la Alsacia y que, por pura pena, ella la recogió en su palacio y la educó como una auténtica princesa porque era su heredera. Pero Victoria se miraba en el espejo y veía que su largo cabello era color azabache, sus ojos negros y brillantes como tizones, su piel del color de la arena…: no se parecía en nada a Perversa.

Era la reina una mujer muy alta, delgada como una lanza, blanca y rubia, de ojos fríos del color del hielo de los glaciares. No, en nada se parecían, y menos en el carácter. A Victoria, dulce y tranquila, le gustaba leer, manejar su rueca, las labores de costura y, sobre todo, la música. Tocaba el arpa y cantaba como el mejor ruiseñor de Heidelberg. La reina, al contrario, tenía voz de ultratumba, ronca, hablaba chillando, daba órdenes a doquier diestro y siniestro, castigaba a sus siervos con palizas a bastonazos por el menor error que cometieran, incluso a latigazos. Los encerraba en las sucias y húmedas mazmorras del castillo llenas de ratas, serpientes y murciélagos, o los mandaba arrojar al foso para alimento de los horribles cocodrilos que ella misma cuidaba. Era una mujer muy cruel.

Así fue pasando la vida de Victoria mientras en Serón sus padres, los reyes, lloraban su pérdida. No entendían por qué ni quién la podía haber raptado. Cansados de buscarla en villas y ciudades de los reinos cristianos de toda la Hispania, mandaron paladines a pueblos moriscos de Las Alpujarras y hasta a las tierras de piratas bereberes del norte de África, por si la tenían cautiva en un harén.

No encontraron huellas de Victoria, y de pena murió su madre, la reina Isabel, mientras don Guzmán languidecía por el enorme dolor de su ausencia.

Cumplió la princesita los quince años. Perversa organizó una gran fiesta en su honor para presentarla a la realeza de los reinos vecinos.

El majestuoso castillo de Heidelberg fue engalanado para tan señalada ocasión con banderolas, macizos de flores, fuentes y antorchas que alumbraban la gran explanada sobre la ciudad. Perversa

CARMEN DE LA ROSA

DICIEMBRE 2012

EN SERÓN Y KABUL HAY ABEJAS

CASTILLO

Serón es un pueblo andaluz de la Sierra de los Filabres y está de fiesta. Es el día de su patrona, la Virgen de los Remedios.

- ¡Mi globo, mi globo…! – grita la niña. Y echa a correr cuesta arriba en un intento inútil de alcanzar la larga cuerdecilla que pende del globo.

Su abejita Maya vuela dulcemente sobre la torre del castillo, hacia las nubes blancas que ocultan los montes.

- ¡Mi globo, mi globo! – grita desesperada.

El padre la sigue, la coge en brazos y le dice al oído:

- ¡Anda, bonita, no llores! Es imposible alcanzar tu globo pero yo, esta noche, te voy a contar un cuento de abejas…

Hace seis años, cuando era militar, me mandaron a un país lejano. Era un destino peligroso debido a los atentados terroristas que cometían los talibanes, que son hombres muy violentos.

¿Sabes, hija? Los talibanes desprecian a las mujeres, las encierran en las casas, las obligan a ir a todas partes bajo un manto azul con solo una mirilla por donde vislumbran el mundo. Mira, cúbrete la cabeza con el mantelito de crochet que tejió la abuela. ¿Verdad que ves muy mal? Como si estuvieras en una cárcel, detrás de una reja… Pues así viven las mujeres en Afganistán. Las más pobres visten harapos y piden comida por los mercados, casi siempre con niños hambrientos agarrados a sus mantos; son viudas, y en los años en que los talibanes gobernaron el país, pedían limosnas a las puertas de las mezquitas porque les estaba prohibido trabajar. Los talibanes impedían que las niñas como tú fueran a la escuela, tenían que permanecer enclaustradas en sus casas. No podían vestir trajes de colores, bailar, cantar, ni siquiera tener canarios y jilgueros. Llevaban una vida muy triste. Y a todos los que desobedecían sus terribles leyes, los castigaban sin piedad.

En Kabul, donde se encontraba nuestro cuartel, vivían Samira y su hermanita Sadaf. No tenían padre, lo habían matado los talibanes en la guerra. La madre de Samira trabajaba en una panadería cercana al Colegio Español Cometa, una de las pocas escuelas para niñas de Afganistán.

El Cometa estaba en un edificio nuevo, luminoso, muy alegre, con un jardincito amurallado, en un barrio residencial de Kabul. En la garita, un portero enorme protegía la escuela y a las niñas. La madre de Samira, la panadera, consiguió matricular a su hija en tan prestigioso colegio y, como no podía hacerse cargo de Sadaf, que tenía solo dos años, dejó a la pequeñita al cuidado de la abuela en la otra punta de la ciudad. Llevaba mucho tiempo sin verla porque trabajaba de sol a sol, y no tenía ni dinero ni vacaciones.

La panadera y su hija ocupaban un cuartucho adosado a la casa del patrón. La niña tenía diez años y era espabilada y muy trabajadora, la primera de su clase. Quería ser médica. Pero su plan se torció cuando su madre tuvo un accidente y murió por falta de hospital y medicinas.

A Samira la llevaron con la abuela a lomo de su borriquillo. Lloró amargamente varios días, echaba de menos a su madre, la escuela, sus amigas y a la maestra doña Pepita, que le había enseñado a hablar español. Samira quería viajar con ella a España para estudiar en la universidad.

La casa de la abuela de Samira se encontraba a las afueras de Kabul, muy cerca del aeropuerto. Era pequeñísima, apenas dos habitaciones sin muebles, unas alfombras descoloridas, un corral con un horno y una enorme chimenea para calentarse en invierno y cocinar.

Lo primero que hizo la anciana cuando llegó Samira fue cortarle el pelo a rape y vestirla con ropa de niño. Le había contado a los vecinos que su nieto Nasim había vuelto de Pakistán. Todo para que la niña pudiera salir de la casa a vender sus pasteles, y a buscar leña en un bosquecillo cercano. Al cabo de unos días de aparentar ser un niño, hasta su hermanita Sadaf la llamaba Nasim.

Por las mañanas bien temprano salía Samira al mercado a lomos de su burrito para vender los dulces. Y ya de vuelta a casa, si le sonreía la suerte y encontraba cajas o tablones viejos, los vendía por unos afganis para comprarse libros.

La niña estudiaba como podía, enseñaba a leer a su hermana y procuraba no jugar con los chicos del barrio por miedo a que la descubrieran. Solo se relacionaba con su vecino Ehsan, que conocía su secreto. Con él iba algunas tardes a volar cometas. Ehsan le hizo una preciosa de cien colores y le enseñó a manejarla. La abuela la dejaba ir con su amigo a regañadientes, tenía un genio de mil diablos y reprendía a Samira a gritos siempre que la veía leyendo. ¡Y la llamaba Nasim!

- Ya te enseñaré yo, Nasim. ¡A palos! De nada nos sirven los libros que la loca de tu madre te compraba. ¡Qué cabeza de chorlito…! Mira, yo no sabré leer pero me gano la vida preparando comidas en las bodas, y con mis pastelillos. Y ahora, a mi vejez, tengo que bregar el doble para sacaros adelante. Anda y vete a buscar leña, so zángano, ¿no ves que tu hermana llora de hambre y frío?

Pasó el tiempo y un día Samira recibió una carta de doña Pepita. Le anunciaba que estaba preparando su adopción y la de su hermana. Y que pronto las llevaría a su país, a una casa blanca, al ladito del mar.

Vivió Samira soñando su futuro en España pero, una tarde, doña Pepita se presentó en su casa con las maletas. Le contó entre lágrimas que su padre estaba muy enfermo y que debía regresar con urgencia a Almería para cuidarlo, pero muy pronto volvería a Kabul a por ellas. Fue por entonces cuando yo la conocí.

Marchábamos en un servicio de control por el barrio de Samira, que estaba al ladito del aeropuerto que nosotros defendíamos. Se había producido un atentado, menos mal que sin víctimas. Cuando ya regresábamos al cuartel, en un recoveco del camino, se nos cruzó un burro trotando como un loco. A lomos del pollino, Salaf se aferraba a los serones y Samira los perseguía chillando. Unos niños habían intentado robarle los pasteles y le habían dado de palos al pobre burrillo, que salió pitando hacia su cuadra como alma que lleva el diablo.

Salaf lloraba, estaba a punto de estrellarse contra el suelo. Entonces yo salté de la tanqueta y paré al animal. Y cuál fue mi sorpresa cuando me llegó la vocecita amable de la niña que me decía en perfecto español:

- Muchas gracias, señor soldado, ha salvado usted a mi hermana. Mi burro es bueno, pero lo han pegado y se ha asustado. ¡Mi pobre burrito! – Y le acarició las orejillas hasta tranquilizarlo.

Invité a unos helados a las niñas y Samira me contó su historia. Ya de camino a su casa, le apunté el número de mi teléfono por si alguna vez me necesitara. Y me despedí de ellas regalándoles todo el chocolate que llevábamos en las mochilas.

A los dos meses me llamó Samira angustiada. Su abuela estaba muy enferma y no podía hacerse cargo de ellas. Quería llevarlas a un orfanato.

Me presenté aquella misma tarde en su casa; estaba en orden y muy limpia. Salaf jugaba feliz con una muñeca de trapo. Samira me preparó un té de hierbabuena y me ofreció unos pastelitos de miel. ¡Estaban deliciosos! Los había hecho ella misma, como le había enseñado su abuela. Se encontraban en una situación desesperada. Debían pagar las medicinas y ya se les había acabado el poco dinero que tenían ahorrado, así que no podían comprar almendras, pistachos, pasas, nueces y miel.

- No nos queda ni un afgani, los ingredientes son muy caros – me dijo Samira sin una lágrima, era una niña muy fuerte-. Señor soldado, yo quiero quedarme en casa para cuidar a mi abuela y a Sadaf. No quiero que descubran que no soy Nasim; si saben que soy una niña, me castigarán, me separarán de Sadaf, me obligarán a cubrirme con un burka. ¡Me casarán con un viejo! Yo soy fuerte, puedo ganarme la vida en la fábrica de ladrillos donde trabaja mi amigo Ehsan.

Y yo me horroricé al oírla porque había visto a niños pequeñines acarreando pesados ladrillos de adobe. Zagalicos tristes, sin juegos, sin infancias… Aquel era un trabajo de hombres. Le prometí a Samira que intentaría ayudarla, le di todo el dinero que llevaba encima y, para distraerlas, las llevé al parque. Nos sentamos en un café. De pronto, una abeja bien gorda se posó en el vaso de refresco de Samira y la niña se la quedó mirando.

- ¡Qué linda, una abeja! – dijo. No le tenía miedo, la abeja se posó en su mano y no la picó.

Entonces se me ocurrió una estupenda idea: ¡le regalaría una de nuestras colmenas de Serón! Mi familia era apicultora, teníamos muchas colmenas en los montes de Los Filabres y un pequeño negocio de cera y miel.

- Samira, te voy a enseñar a sacar miel de las colmenas para tus pastelillos, hasta podrás venderla en tarros. ¡Y también velas! Te ganarás muy bien la vida.

Al fin la niña sonrió.

Aquella tarde le conté a Samira que se habían descubierto pinturas rupestres, de hace miles de años, con escenas de la recolección de la miel de colmenas silvestres. Y que, desde entonces, los apicultores gozaron de gran prestigio porque la miel era el único edulcorante hasta que, tras el descubrimiento de América, se difundió la caña de azúcar y la remolacha azucarera. Ella me preguntaba ilusionada, quería aprender todo sobre la crianza de las abejas y la obtención de los productos que estos laboriosos insectos elaboran.

Cuando regresé al cuartel, le pedí ayuda al comandante. Y al poco tiempo, y a pesar de ser un enorme engorro transportar una colmena desde los montes de Los Filabres a la lejana Afganistán en un avión de combate, las abejas de Serón llegaron a Kabul perfectamente, deseosas de libar las flores del parque cercano de la casa de Samira. Conseguimos un permiso municipal para que la niña colocara su colmena en un rincón poco transitado del jardín, junto a unos macizos de rosas y de árboles frutales. Y pusimos un gran letrero advirtiendo del peligro de acercarse.

Volví muchas tardes por allí; le enseñé a Samira a utilizar los utensilios del apicultor, como el ahumador, el cepillo de desabejar, la vestimenta especial y las técnicas y precauciones que se deben tomar. A Samira le encantaba trabajar vestida con su traje blanco «de astronauta», así lo llamaba ella.

¡Se hizo amiga de las abejas!

También le conté que las abejas están en peligro de extinción por el mal uso que hace el hombre de los pesticidas, por nuevas enfermedades y por el cambio climático. Y que su desaparición sería una auténtica catástrofe para la humanidad. Sin las abejas, morirían los vegetales por falta de polinización. Samira lo entendió perfectamente y me dijo, entusiasmada, que lucharía para protegerlas.

Todo marchaba bien, la abuela mejoraba con los cuidados de las niñas y con las pastillas que le llevó el doctor de nuestro regimiento. Hasta el día del Festival de las Cometas, la gran afición de los afganos.

En ese país las llaman gudiparan, que significa «muñecas voladoras». Pueden llegar a tener el tamaño de un hombre. Son muy flexibles y ligeras. Ehsan, el amigo de Samira, las hacía con madera de bambú y papel muy fino, casi siempre con forma de diamante. Él era el remontador, el gudiparan baz, el que sostiene la bobina de madera en donde se enrolla el cable; y ella, la charka gir, la que sujeta la cometa. Hacían un buen equipo, se compenetraban a la perfección.

Ehsan tenía cuatro años más que ella. Era un jovencito fuerte y decidido, acostumbrado a ganarse la vida desde que, a los siete años, sus padres lo pusieron a hacer ladrillos. Cuando conoció a Samira, al falso Nasim, trabajaba como conductor de uno de los carros que transportaban los ladrillos de la fábrica a las obras. Otro de esos conductores era un chico alborotador y pendenciero que se llamaba Malik. El muchacho no tenía familia, se había criado en la calle como un perrillo sin dueño. Malik envidiaba la amistad que se profesaban Ehsan y Nasim y el día del Festival de las Cometas estalló su odio.

La cometa nueva de Ehsan era tan grande como él, y llevaba pintada una graciosa abeja. Samira no había visto nunca una cometa tan majestuosa y rápida como la de su amigo. Cortaba el aire, a cada tironazo de Ehsan ascendía y bajaba como un cohete. Las cuchillas de su larguísima cola sajaban en un tris tras las cuerdas de las que se ponían en su camino. Al cabo de un rato de intensa lucha, solo quedaba en combate la de Malik, y también esta sucumbió a la abeja. Por una hábil maniobra de Ehsan, el dragón verde de Malik agonizó unos segundos cabeceando sin control hasta terminar estrellándose en un vertedero cercano.

De nada sirvieron las excusas de Ehsan. Malik no olvidó el ultraje.

Una noche de nieve, a la salida del trabajo, Malik siguió a su compañero. Ehsan cruzó el parque y entró en el recinto donde estaban las colmenas para echarles un vistazo. Entonces Malik, sin darle opción a defenderse, le atacó por la espalda con una estaca. Le golpeó en la cabeza y Ehsan cayó al suelo sin sentido. A la mañana siguiente, un jardinero vio a Ehsan en medio de un charco de sangre y lo llevó a su casa. ¡Las colmenas habían desaparecido!

Cuando se recuperó, Ehsan no denunció su agresión porque desconocía quién lo había intentado matar. Más que su cabeza magullada, a Ehsan le dolía el robo de las abejas de su amiga.

- ¡Ayúdame a encontrarlas, amigo! No podemos sobrevivir sin ellas, ¡ayúdame! – le suplicó Samira.

Y las buscaron sin descanso. Pero por mucho que preguntaron en los mercados, por muchos puestos que investigaron, no lograban localizar la deliciosa miel de las abejas filabreñas que Samira tan bien conocía. De las colmenas, ni rastro. Hasta que, ya desesperados y totalmente en la ruina, descubrieron el pastel.

Una mañana Ehsan se cruzó con el carro de Malik al salir de la fábrica. El rapaz intentó ocultarse la cabeza con un pañuelo pero fue inútil. ¡Llevaba la cara roja e hinchada, y como picada de viruela! Además, el carro no portaba ladrillos sino unos bultos sospechosos cubiertos con un plástico negro…

- ¡Las colmenas! – chilló Ehsan. Y salió como una exhalación detrás de Malik hasta que le dio alcance. Saltó de su carro al del ladronzuelo y lo tiró del pescante.

- ¡Si no me cuentas la verdad, rata inmunda, te meto la cabeza en una colmena! ¡Verás qué dulce es la miel que le robaste a Nasim!

Malik se arrojó del carro y puso pies en polvorosa. No volvieron a saber de él. Las abejas de Samira volvieron al parque, y al fin la niña respiró tranquila.

A los dos años del robo de las colmenas, doña Pepita se llevó a las hermanas a España. Ya eran sus hijas adoptivas. Ehsan se quedó en Kabul al cuidado del negocio. Doña Pepita le regaló al muchacho un ordenador para que, todas las noches, Samira pudiera hablar con él por Skype.

Abejas de Los Filabres es hoy una gran empresa, el mayor productor de miel de Afganistán. Y colorín colorado… ¡este cuento se ha acabado!

- Pero, papá, lo que me has contado… ¿es de verdad un cuento?

- Mañana conocerás a Samira, viene a Serón a por más abejas de nuestros montes. Volará pronto a Kabul para visitar a su amigo Ehsan y conocer la nueva fábrica de miel y velas. Ella te contará de nuevo esta historia que no es un cuento, hija, por fortuna, claro que no es un cuento.

CARMEN DE LA ROSA

ABRIL 2015

admin 18 diciembre, 2014 Leave A Comment Permalink

DE LA PATAGONIA A SERÓN

Cuento

«Aquella noche dormí con un ojo bien abierto, me latía el corazón como cuando pasaba el Sevillano por detrás de mi casa, echando chispas por el puente de hierro. Qué frío, llevaba nevando una semana, y nosotros, los niños, sin poder salir a la puerta de la calle, nuestra madre no quería que estropeásemos las botas que con tanto esfuerzo nos había comprado en la Domena. Allí estaban en el ventanuco, por dentro, no fueran a humedecerse, mi madre me aseguró que los Reyes eran Sabios además de Magos y que bien conocerían que en aquella casita de Los Zoilos vivía el José Carlos que les había pedido una bicicleta roja.

¡Me levanté y allí estaba! Reluciente, un poco pequeña pero bueno, era la primera bici de mi vida y había llegado de Oriente, ¡nada menos! No me importó no poder desayunar un buen roscón de reyes, había sido un mal año, el pedrisco había destrozado los parrales y el seguro había pagado una miseria. Admiré mi regalo hasta que se secó el barro y mi madre me dejó salir, y cruzar el cauce del Almazora, y subir la cuesta de la panadería, y hasta llegar con gran esfuerzo a todo lo alto del pueblo, al castillo. Allí me reuní con el Ramón, el del Tío-tijeras, el hijo del guarnicionero que me arregla los avíos, soy tratante de bestias.

Y con mi amigo me tiré por la Cuesta de los Muertos, donde don Juan de Austria les cortó el gaznate a los moriscos de Serón. Cuando dimos el grito de salida, salí escopeteao por delante del Ramón, tan feliz porque iba a ganar la carrera hasta que, al pasar el bazar, se me fastidiaron los frenos y nada, corrí cuesta abajo a grito pelao, hasta que casi atropello a una vieja que iba con un canasto enorme, y a un perro que se cruzó en mi camino, y a una niña que se despistó de su madre, ¡ahí fue cuando me estrellé! Terminé con un brazo en cabestrillo, la bici me duró dos días pero aquella había sido… ¡la Navidad más feliz de mi vida!».

José Carlos introduce su relato en un sobre, lo cierra con un lengüetazo y lo guarda bajo el misal que heredó de su madre. Poca cosa le dejó la pobre mujer al morir, todo se lo llevó la larga enfermedad del Parralero, hasta el cortijillo de Los Zoilos. Por eso José Carlos vive de alquiler, no puede hacerse con una casa, ni siquiera a cómodos plazos.

El negocio de la trata va de mal en peor, ¡con lo que le chiflan los burros, mulos y caballos! Ya nadie los necesita para las labores del campo, ni siquiera como vehículos de carga o locomoción. Pero como entiende de ordenadores, trabaja por las tardes en la oficina de un almacén de jamones, y allí lleva quince años.

José Carlos, que hace pinitos literarios, aspira a conseguir un premio. La revista Al Cantillo organiza un concurso de cuentos de Navidad con un galardón de 3.000 euros. El futuro escritor sueña con hacer un viajito, su tío abuelo emigró a la Argentina y José Carlos siente curiosidad por conocer tan lejana tierra, y quizás encontrar algún pariente.

El lema del concurso es «La Navidad más feliz de mi vida», y José Carlos lleva escritas tres versiones de La bicicleta roja. «Hay que ser realista», piensa, «ninguna felicidad dura más que mi loca carrera por la Cuesta de los Muertos, antes del despanzurre final». La vida le ha sonreído poco, está en débito con el ciclista.

José Carlos no es guapo pero tampoco un adefesio, normalito, le faltan unos brochazos de estilo y modernidad. No es unas catañuelas, aunque lejos está de ser un muermo, como su amigo Ramón, que dedica el tiempo libre a bordar un manto a la Virgen de los Dolores.

No, no es muy sociable José Carlos, aunque tiene amigos músicos. Es el primer corneta de la banda El Castillo. Y también sabe disfrutar de la compañía de Carmelo, su cerdito negro. Lo compró en el mercado de Baza porque, para José Carlos, el rito de la matanza es el momento estelar que espera impaciente durante todo el año. Le fascina preparar morcillas, chicharrones, chorizos, longanizas, blanquillos…. Le enseñó su madre, que tenía buena mano para aromatizar las magras. Por algo se la rifaban a Encarna, la del Parralero, las carnicerías de todo el valle del Almanzora.

Pero resulta que el marranillo que le vendieron no es negro porque descienda de sus primos de Jabugo, sino porque es vietnamita, o sea un cerdo doméstico, así que a ver quién es el guapo que le mete el cuchillo en la yugular a un animalito tan cariñoso, y que encima se llama Carmelo, como la abuela del corneta. «Allá con mi madre andará la abuelita Carmen, atiborrando a la mismísima corte celestial con sus excelentes embutidos», se dice José Carlos al recordar a sus mujeres. No ha tenido otras en sus cincuenta años de vida. Es muy retraído para asuntos de sexo.

Carmelo es como un perrillo faldero; se porta fenomenal, es limpio y cuidadoso, nunca excrementa en la casa. Su único defecto: que se marea en el coche,  y eso retiene a José Carlos en el pueblo, ¡con lo que le gustaría viajar!

Los sábados bien temprano, José Carlos saca a su cerdito de paseo calle Bacares abajo, por donde la ermita, hasta llegar a un prado del río Bolonor, que baja de Las Menas, el antiguo poblado minero. Y en una charca retoza Carmelo hasta que su amo decide que se ha terminado por hoy el alegre asueto. José Carlos cuida a su mascota con mimo, lo tiene hecho un sol. Carmelo, agradecido, se arrima a sus piernas como un gato y le gruñe dulcemente.

Gruñe Carmelo desesperado una tarde oscura de invierno, ya cerca de la Navidad. Nieva, de pronto un aldabonazo, y José Carlos le abre el portón a una mujer madura que se parece a la Paris Hilton pero con unos añitos más. Delgada, alta, pantalones de satén dorado, un abrigo de piel falsa de zorro, gorro alto y de pico, parece el paje despistado del rey Gaspar. A punto está José Carlos de advertirle que se ha equivocado de fecha; es la noche de las hogueras de Santa Lucía y se oye cantar a los niños:

Hacho, reahacho

fuma tabaco,

no fumes más

que te vas a emborrachar.

—¿Viene por maderos y muebles viejos para las fogatas y los hachos?

—¡Qué fogatas ni que ocho cuartos! ¿Vos sos José Carlos Domínguez? —le pregunta la interfecta, contrariada por el frío.

—Perdone, creí que iba de fiesta. Y sí, soy yo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? Pero pase pase, mujer, que se hiela…

La señora sigue a su amable anfitrión por un pasillo congelado como frigo hasta llegar a una sala, iluminada por una lamparita y el resplandor de la lumbre de una enorme chimenea. José Carlos ha separado unas ascuas, y sobre la trébede reposa una sartén de hierro con castañas a medio asar. Le ofrece a la señora su desvencijado silloncito de orejas y un café, y ya instalada la visita, escucha con atención.

—Me llamo Amanda Domínguez, como vos. Debemos de ser parientes, no sé, quizás nuestros tatarabuelos fueron hermanos. Vengo de Bariloche —se presenta la aparecida con acento cantarín.

—¿Bariloche? ¿Por dónde queda eso, si no es mucho preguntar?

—En la Patagonia argentina.

—¡Dios mío, con las ganas que tengo de viajar a la Patagonia! Qué curioso, somos primos lejanos.

—Y tanto, bien lejanos, como vos decís.

—¡Si vives en el hemisferio austral, cerquita del Círculo Polar Ártico! —le suelta José Carlos, que fue un empollón en geografía.

—Usted lo ha dicho…

—Por favor, Amanda, somos familia, sin formalismos, hablémonos de tú.

—Esto… lo intentaré, ché, pero es que el tuteo no se estila por allá. Por cierto, vos vivís en mi casa.

—¡Jesús, y ahora me hablas de usía! A ver, poco a poco, que no me entero. ¿Que yo vivo en tu casa? Esta casa fue propiedad de Antonio Lucas, que murió hace tres meses —le dice sorprendido.

—Justo, no solo me llamo Amanda Domínguez sino también de la Torre y Lucas. Antonio fue pariente, bien lejano, como vos. Yo nada sabía de él, salvo lo que me contó mi abuelo, que tenía un tío en un pueblito andaluz. Mirá, hace un mes me llegó notificación del notario de Purchena. Mi pariente me ha dejado en herencia una finquita y una vivienda. Vuestra casa, por lo que veo.

—¡Ah! Entonces eres ahora mi patrona. Podemos firmar un nuevo contrato… —le dice José Carlos, tan feliz.

—No, no es ese mi plan. Quiero venderla. Si a vos te interesa comprarla… —le contesta Amanda muy seria, mientras se estira el cuello del jersey de angora y pone, muy afectada, los ojos en blanco.

—Imposible con esta puñetera crisis, claro que si me concedes unos plazos… —le sugiere el primo, esperanzado.

—Lo siento, José Carlos, necesito el dinero para hacer un largo viaje y conocer el mundo. Ya no soy una chiquilla y no tengo familia a la que dejarle esta herencia.

Y siguen dándole vueltas al futuro de la casa hasta que llega la hora de cenar. José Carlos coloca las castañas en un lebrillo, prepara unas patatas a lo pobre, estrella en lo alto huevos de sus gallinas, saca una hogaza de pan. ¡Y deliciosos embutidos! El ágape deja turulata a la argentina.

Amanda señala a Carmelo, que dormita junto al fuego, y con cara de asco le pregunta a su anfitrión cuándo le llegará la hora de terminar en la mesa. José Carlos se enfada pero no lo expresa, no es cosa de cabrearse de entrada con su recién descubierta prima. Más le vale tener buen rollo con ella para intentar un acuerdo y no quedarse en la calle. Luchará por su vivienda. La ha cuidado, la ha reformado, la tiene hermosa con esa balconada que le abrió para contemplar el pueblo. Y ajardinó el corralón con palmeras, jazmines y rosas.

Ahíta de chacinas y relajada al fin gracias al Didacus de Serón y al granate de Jumilla, la argentina le cuenta que es esteticista con negocio propio en una bella ciudad de montaña.

—Me va bárbaro con mi salón de belleza. Allá somos muy femeninas, nos encanta maquillarnos.

—Ya lo veo, ya lo veo, prima…

José Carlos parece anonadado ante una mujer tan exótica, con ese estilismo perfecto, sus botas de tacón de aguja y tan buenísima ropa.

Ella se despide, le duele mucho la cabeza y está derrengada por el larguísimo viaje. Se aloja en el hostal Cuadrado. Le alarga a su pariente una tarjetita florida con su teléfono y señas.

—Che, primo, necesito la casa en dos meses…¿Sabés? ¡Sos lindo! Y te agradezco la cena…¡Estaba riquísima! Seguimos en contacto. ¡Chao! Mañana me voy a Bariloche.

José Carlos, deprimido, esa noche no duerme del sofoco. «Vaya con la jodida argentina, aunque la entiendo, para qué mantener una propiedad allende el Atlántico sin tener a quien testarla… Me buscaré otra vivienda, qué remedio, me temo que más vieja y más cara. ¡Con lo bien que vivimos en esta casa, Carmelo!». Se duerme al fin al amanecer, y llega tarde al trabajo.

—Cerca de aquí alquilan un apartamento adosado con jardincillo y todo, para el vietnamita. ¡Que no se hunde el mundo, Domínguez! ¡Arriba ese ánimo! —le reconforta el jefe.

—Pero es que me gusta vivir en la Arquilla, por mi ventanal veo amanecer sobre el pueblo nevado, los montes de los Filabres y el valle del Almanzora…

—Por las ánimas benditas, tienes que cambiar de aire, moverte, aunque solo sea para bajar la Cuesta de los Fiambres… —le dice en broma su jefe.

—Es tan bonico el cuartillo de la matanza, y el corral aledaño; barrunto un cambio, a peor, de nuestra vida… —le responde mustio el corneta.

Es la hora del almuerzo y José Carlos se acerca al Cuadrado para ofrecer un trato a su prima: todos sus ahorros, de entrada; y el resto, en cinco años.

Nada más llegar al hostalito se topa con una ambulancia que sale para Almería a toda velocidad. En ella va Amanda, derechita a la Bola Azul, ha sufrido un derramen cerebral.

«Pobre prima, ahora que iba a realizar su viaje soñado. Pues mira que si es al otro mundo…», elucubra apesadumbrado el corneta.

José Carlos pide unos días de vacaciones, coge su cochecillo y aparece en el hospital, no puede permitir que su prima Amanda muera sola, si llegara el triste caso. Se presenta como familiar lejano y dejan que la acompañe. Tres noches se tira en vela maldurmiendo en un duro sillón de escay. Hasta que la enferma recobra la consciencia lentamente.

Cuando Amanda se recupera, vuelve José Carlos presuroso a Serón, convencido de que Carmelo ya lo añora. «Tendrá a los vecinos bien contentos con sus gruñidos», ese fue el último pensamiento alegre sobre su amado cerdo.

Pero no, Carmelo no ha dado ninguna guerra. Al día siguiente de la partida de su amo, ha desaparecido del patio de la vecina tutora. El dolor de José Carlos cuando se entera de la fuga de su amigo no encuentra consuelo. Por mucho que los músicos de la banda le ayudan a buscar a Carmelito, no hallan ni rastro del chino, que es como en Serón se les llama a los gorrinos.

—Mala época para perder un chino, amigo, con tantas matanzas… ¡Y la crisis! —se recochinea su jefe.

A José Carlos se le hace cuesta arriba la vida sin su Carmelo. Menos mal que recibe una larga carta de Amanda: Bariloche está hermosa entre sus altas montañas y disfruta de una dulce primavera. Al despedirse le llama «mi Ángel de la Guarda». El notición es que le comunica, melosa, que ha cambiado de idea, que se puede quedar en la casa por el mismo alquiler. Empieza así una relación de amor en la distancia.

José Carlos envía la cuarta versión de La bicicleta roja al concurso de la revista Al Cantillo. En un sobre lacrado que, en realidad, ahora contiene los recuerdos de la Navidad más feliz de su infancia. Porque la más feliz de su vida ha pasado a ser la que relata en este cuento, con una reina, no sabe si sabia ni maga, que no vino de Oriente sino directamente de la Patagonia argentina.

Es el día de Navidad, y el fallo está a punto de conocerse.

La noticia le llega a través del Facebook. A José Carlos no le hace tanta ilusión haber ganado el concurso como los 3.000 euros del primer premio, justo el dinero que necesita para volar a Bariloche y reencontrarse con su novia. Y conocer, de paso, la Argentina.

Amanda, feliz con el corneta, con el chino vietnamita adoptado y las chacinas de su nueva tierra, cierra el salón de belleza, se despide de la Patagonia con un sonoro «Chao» y vuelve a su recién heredada casa de Serón, allá por los montes de los Filabres, y el valle del Almanzora.

CARMEN DE LA ROSA

admin 23 diciembre, 2013 8 Comments Permalink