Blog Turismo Serón

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EN SERÓN Y KABUL HAY ABEJAS

CASTILLO

Serón es un pueblo andaluz de la Sierra de los Filabres y está de fiesta. Es el día de su patrona, la Virgen de los Remedios.

- ¡Mi globo, mi globo…! – grita la niña. Y echa a correr cuesta arriba en un intento inútil de alcanzar la larga cuerdecilla que pende del globo.

Su abejita Maya vuela dulcemente sobre la torre del castillo, hacia las nubes blancas que ocultan los montes.

- ¡Mi globo, mi globo! – grita desesperada.

El padre la sigue, la coge en brazos y le dice al oído:

- ¡Anda, bonita, no llores! Es imposible alcanzar tu globo pero yo, esta noche, te voy a contar un cuento de abejas…

Hace seis años, cuando era militar, me mandaron a un país lejano. Era un destino peligroso debido a los atentados terroristas que cometían los talibanes, que son hombres muy violentos.

¿Sabes, hija? Los talibanes desprecian a las mujeres, las encierran en las casas, las obligan a ir a todas partes bajo un manto azul con solo una mirilla por donde vislumbran el mundo. Mira, cúbrete la cabeza con el mantelito de crochet que tejió la abuela. ¿Verdad que ves muy mal? Como si estuvieras en una cárcel, detrás de una reja… Pues así viven las mujeres en Afganistán. Las más pobres visten harapos y piden comida por los mercados, casi siempre con niños hambrientos agarrados a sus mantos; son viudas, y en los años en que los talibanes gobernaron el país, pedían limosnas a las puertas de las mezquitas porque les estaba prohibido trabajar. Los talibanes impedían que las niñas como tú fueran a la escuela, tenían que permanecer enclaustradas en sus casas. No podían vestir trajes de colores, bailar, cantar, ni siquiera tener canarios y jilgueros. Llevaban una vida muy triste. Y a todos los que desobedecían sus terribles leyes, los castigaban sin piedad.

En Kabul, donde se encontraba nuestro cuartel, vivían Samira y su hermanita Sadaf. No tenían padre, lo habían matado los talibanes en la guerra. La madre de Samira trabajaba en una panadería cercana al Colegio Español Cometa, una de las pocas escuelas para niñas de Afganistán.

El Cometa estaba en un edificio nuevo, luminoso, muy alegre, con un jardincito amurallado, en un barrio residencial de Kabul. En la garita, un portero enorme protegía la escuela y a las niñas. La madre de Samira, la panadera, consiguió matricular a su hija en tan prestigioso colegio y, como no podía hacerse cargo de Sadaf, que tenía solo dos años, dejó a la pequeñita al cuidado de la abuela en la otra punta de la ciudad. Llevaba mucho tiempo sin verla porque trabajaba de sol a sol, y no tenía ni dinero ni vacaciones.

La panadera y su hija ocupaban un cuartucho adosado a la casa del patrón. La niña tenía diez años y era espabilada y muy trabajadora, la primera de su clase. Quería ser médica. Pero su plan se torció cuando su madre tuvo un accidente y murió por falta de hospital y medicinas.

A Samira la llevaron con la abuela a lomo de su borriquillo. Lloró amargamente varios días, echaba de menos a su madre, la escuela, sus amigas y a la maestra doña Pepita, que le había enseñado a hablar español. Samira quería viajar con ella a España para estudiar en la universidad.

La casa de la abuela de Samira se encontraba a las afueras de Kabul, muy cerca del aeropuerto. Era pequeñísima, apenas dos habitaciones sin muebles, unas alfombras descoloridas, un corral con un horno y una enorme chimenea para calentarse en invierno y cocinar.

Lo primero que hizo la anciana cuando llegó Samira fue cortarle el pelo a rape y vestirla con ropa de niño. Le había contado a los vecinos que su nieto Nasim había vuelto de Pakistán. Todo para que la niña pudiera salir de la casa a vender sus pasteles, y a buscar leña en un bosquecillo cercano. Al cabo de unos días de aparentar ser un niño, hasta su hermanita Sadaf la llamaba Nasim.

Por las mañanas bien temprano salía Samira al mercado a lomos de su burrito para vender los dulces. Y ya de vuelta a casa, si le sonreía la suerte y encontraba cajas o tablones viejos, los vendía por unos afganis para comprarse libros.

La niña estudiaba como podía, enseñaba a leer a su hermana y procuraba no jugar con los chicos del barrio por miedo a que la descubrieran. Solo se relacionaba con su vecino Ehsan, que conocía su secreto. Con él iba algunas tardes a volar cometas. Ehsan le hizo una preciosa de cien colores y le enseñó a manejarla. La abuela la dejaba ir con su amigo a regañadientes, tenía un genio de mil diablos y reprendía a Samira a gritos siempre que la veía leyendo. ¡Y la llamaba Nasim!

- Ya te enseñaré yo, Nasim. ¡A palos! De nada nos sirven los libros que la loca de tu madre te compraba. ¡Qué cabeza de chorlito…! Mira, yo no sabré leer pero me gano la vida preparando comidas en las bodas, y con mis pastelillos. Y ahora, a mi vejez, tengo que bregar el doble para sacaros adelante. Anda y vete a buscar leña, so zángano, ¿no ves que tu hermana llora de hambre y frío?

Pasó el tiempo y un día Samira recibió una carta de doña Pepita. Le anunciaba que estaba preparando su adopción y la de su hermana. Y que pronto las llevaría a su país, a una casa blanca, al ladito del mar.

Vivió Samira soñando su futuro en España pero, una tarde, doña Pepita se presentó en su casa con las maletas. Le contó entre lágrimas que su padre estaba muy enfermo y que debía regresar con urgencia a Almería para cuidarlo, pero muy pronto volvería a Kabul a por ellas. Fue por entonces cuando yo la conocí.

Marchábamos en un servicio de control por el barrio de Samira, que estaba al ladito del aeropuerto que nosotros defendíamos. Se había producido un atentado, menos mal que sin víctimas. Cuando ya regresábamos al cuartel, en un recoveco del camino, se nos cruzó un burro trotando como un loco. A lomos del pollino, Salaf se aferraba a los serones y Samira los perseguía chillando. Unos niños habían intentado robarle los pasteles y le habían dado de palos al pobre burrillo, que salió pitando hacia su cuadra como alma que lleva el diablo.

Salaf lloraba, estaba a punto de estrellarse contra el suelo. Entonces yo salté de la tanqueta y paré al animal. Y cuál fue mi sorpresa cuando me llegó la vocecita amable de la niña que me decía en perfecto español:

- Muchas gracias, señor soldado, ha salvado usted a mi hermana. Mi burro es bueno, pero lo han pegado y se ha asustado. ¡Mi pobre burrito! – Y le acarició las orejillas hasta tranquilizarlo.

Invité a unos helados a las niñas y Samira me contó su historia. Ya de camino a su casa, le apunté el número de mi teléfono por si alguna vez me necesitara. Y me despedí de ellas regalándoles todo el chocolate que llevábamos en las mochilas.

A los dos meses me llamó Samira angustiada. Su abuela estaba muy enferma y no podía hacerse cargo de ellas. Quería llevarlas a un orfanato.

Me presenté aquella misma tarde en su casa; estaba en orden y muy limpia. Salaf jugaba feliz con una muñeca de trapo. Samira me preparó un té de hierbabuena y me ofreció unos pastelitos de miel. ¡Estaban deliciosos! Los había hecho ella misma, como le había enseñado su abuela. Se encontraban en una situación desesperada. Debían pagar las medicinas y ya se les había acabado el poco dinero que tenían ahorrado, así que no podían comprar almendras, pistachos, pasas, nueces y miel.

- No nos queda ni un afgani, los ingredientes son muy caros – me dijo Samira sin una lágrima, era una niña muy fuerte-. Señor soldado, yo quiero quedarme en casa para cuidar a mi abuela y a Sadaf. No quiero que descubran que no soy Nasim; si saben que soy una niña, me castigarán, me separarán de Sadaf, me obligarán a cubrirme con un burka. ¡Me casarán con un viejo! Yo soy fuerte, puedo ganarme la vida en la fábrica de ladrillos donde trabaja mi amigo Ehsan.

Y yo me horroricé al oírla porque había visto a niños pequeñines acarreando pesados ladrillos de adobe. Zagalicos tristes, sin juegos, sin infancias… Aquel era un trabajo de hombres. Le prometí a Samira que intentaría ayudarla, le di todo el dinero que llevaba encima y, para distraerlas, las llevé al parque. Nos sentamos en un café. De pronto, una abeja bien gorda se posó en el vaso de refresco de Samira y la niña se la quedó mirando.

- ¡Qué linda, una abeja! – dijo. No le tenía miedo, la abeja se posó en su mano y no la picó.

Entonces se me ocurrió una estupenda idea: ¡le regalaría una de nuestras colmenas de Serón! Mi familia era apicultora, teníamos muchas colmenas en los montes de Los Filabres y un pequeño negocio de cera y miel.

- Samira, te voy a enseñar a sacar miel de las colmenas para tus pastelillos, hasta podrás venderla en tarros. ¡Y también velas! Te ganarás muy bien la vida.

Al fin la niña sonrió.

Aquella tarde le conté a Samira que se habían descubierto pinturas rupestres, de hace miles de años, con escenas de la recolección de la miel de colmenas silvestres. Y que, desde entonces, los apicultores gozaron de gran prestigio porque la miel era el único edulcorante hasta que, tras el descubrimiento de América, se difundió la caña de azúcar y la remolacha azucarera. Ella me preguntaba ilusionada, quería aprender todo sobre la crianza de las abejas y la obtención de los productos que estos laboriosos insectos elaboran.

Cuando regresé al cuartel, le pedí ayuda al comandante. Y al poco tiempo, y a pesar de ser un enorme engorro transportar una colmena desde los montes de Los Filabres a la lejana Afganistán en un avión de combate, las abejas de Serón llegaron a Kabul perfectamente, deseosas de libar las flores del parque cercano de la casa de Samira. Conseguimos un permiso municipal para que la niña colocara su colmena en un rincón poco transitado del jardín, junto a unos macizos de rosas y de árboles frutales. Y pusimos un gran letrero advirtiendo del peligro de acercarse.

Volví muchas tardes por allí; le enseñé a Samira a utilizar los utensilios del apicultor, como el ahumador, el cepillo de desabejar, la vestimenta especial y las técnicas y precauciones que se deben tomar. A Samira le encantaba trabajar vestida con su traje blanco «de astronauta», así lo llamaba ella.

¡Se hizo amiga de las abejas!

También le conté que las abejas están en peligro de extinción por el mal uso que hace el hombre de los pesticidas, por nuevas enfermedades y por el cambio climático. Y que su desaparición sería una auténtica catástrofe para la humanidad. Sin las abejas, morirían los vegetales por falta de polinización. Samira lo entendió perfectamente y me dijo, entusiasmada, que lucharía para protegerlas.

Todo marchaba bien, la abuela mejoraba con los cuidados de las niñas y con las pastillas que le llevó el doctor de nuestro regimiento. Hasta el día del Festival de las Cometas, la gran afición de los afganos.

En ese país las llaman gudiparan, que significa «muñecas voladoras». Pueden llegar a tener el tamaño de un hombre. Son muy flexibles y ligeras. Ehsan, el amigo de Samira, las hacía con madera de bambú y papel muy fino, casi siempre con forma de diamante. Él era el remontador, el gudiparan baz, el que sostiene la bobina de madera en donde se enrolla el cable; y ella, la charka gir, la que sujeta la cometa. Hacían un buen equipo, se compenetraban a la perfección.

Ehsan tenía cuatro años más que ella. Era un jovencito fuerte y decidido, acostumbrado a ganarse la vida desde que, a los siete años, sus padres lo pusieron a hacer ladrillos. Cuando conoció a Samira, al falso Nasim, trabajaba como conductor de uno de los carros que transportaban los ladrillos de la fábrica a las obras. Otro de esos conductores era un chico alborotador y pendenciero que se llamaba Malik. El muchacho no tenía familia, se había criado en la calle como un perrillo sin dueño. Malik envidiaba la amistad que se profesaban Ehsan y Nasim y el día del Festival de las Cometas estalló su odio.

La cometa nueva de Ehsan era tan grande como él, y llevaba pintada una graciosa abeja. Samira no había visto nunca una cometa tan majestuosa y rápida como la de su amigo. Cortaba el aire, a cada tironazo de Ehsan ascendía y bajaba como un cohete. Las cuchillas de su larguísima cola sajaban en un tris tras las cuerdas de las que se ponían en su camino. Al cabo de un rato de intensa lucha, solo quedaba en combate la de Malik, y también esta sucumbió a la abeja. Por una hábil maniobra de Ehsan, el dragón verde de Malik agonizó unos segundos cabeceando sin control hasta terminar estrellándose en un vertedero cercano.

De nada sirvieron las excusas de Ehsan. Malik no olvidó el ultraje.

Una noche de nieve, a la salida del trabajo, Malik siguió a su compañero. Ehsan cruzó el parque y entró en el recinto donde estaban las colmenas para echarles un vistazo. Entonces Malik, sin darle opción a defenderse, le atacó por la espalda con una estaca. Le golpeó en la cabeza y Ehsan cayó al suelo sin sentido. A la mañana siguiente, un jardinero vio a Ehsan en medio de un charco de sangre y lo llevó a su casa. ¡Las colmenas habían desaparecido!

Cuando se recuperó, Ehsan no denunció su agresión porque desconocía quién lo había intentado matar. Más que su cabeza magullada, a Ehsan le dolía el robo de las abejas de su amiga.

- ¡Ayúdame a encontrarlas, amigo! No podemos sobrevivir sin ellas, ¡ayúdame! – le suplicó Samira.

Y las buscaron sin descanso. Pero por mucho que preguntaron en los mercados, por muchos puestos que investigaron, no lograban localizar la deliciosa miel de las abejas filabreñas que Samira tan bien conocía. De las colmenas, ni rastro. Hasta que, ya desesperados y totalmente en la ruina, descubrieron el pastel.

Una mañana Ehsan se cruzó con el carro de Malik al salir de la fábrica. El rapaz intentó ocultarse la cabeza con un pañuelo pero fue inútil. ¡Llevaba la cara roja e hinchada, y como picada de viruela! Además, el carro no portaba ladrillos sino unos bultos sospechosos cubiertos con un plástico negro…

- ¡Las colmenas! – chilló Ehsan. Y salió como una exhalación detrás de Malik hasta que le dio alcance. Saltó de su carro al del ladronzuelo y lo tiró del pescante.

- ¡Si no me cuentas la verdad, rata inmunda, te meto la cabeza en una colmena! ¡Verás qué dulce es la miel que le robaste a Nasim!

Malik se arrojó del carro y puso pies en polvorosa. No volvieron a saber de él. Las abejas de Samira volvieron al parque, y al fin la niña respiró tranquila.

A los dos años del robo de las colmenas, doña Pepita se llevó a las hermanas a España. Ya eran sus hijas adoptivas. Ehsan se quedó en Kabul al cuidado del negocio. Doña Pepita le regaló al muchacho un ordenador para que, todas las noches, Samira pudiera hablar con él por Skype.

Abejas de Los Filabres es hoy una gran empresa, el mayor productor de miel de Afganistán. Y colorín colorado… ¡este cuento se ha acabado!

- Pero, papá, lo que me has contado… ¿es de verdad un cuento?

- Mañana conocerás a Samira, viene a Serón a por más abejas de nuestros montes. Volará pronto a Kabul para visitar a su amigo Ehsan y conocer la nueva fábrica de miel y velas. Ella te contará de nuevo esta historia que no es un cuento, hija, por fortuna, claro que no es un cuento.

CARMEN DE LA ROSA

ABRIL 2015

admin 18 diciembre, 2014 Leave A Comment Permalink